
En nuestra institución existen personajes que, aunque no siempre aparecen en el centro de la atención, son fundamentales para que cada día funcione de mejor manera. Los porteros que nos reciben con una sonrisa, las aseadoras, los que preparan alimentos, los administrativos y tantos otros que, desde su labor silenciosa, hacen del colegio un lugar vivo y acogedor.
En clases de español los estudiantes de las secciones 11:01 y 11:06, orientados por la docente del área EriKa Flórez, realizaron unas crónicas con el objetivo de visibilizar a todas estas personas, acercarnos a sus historias, darles voz y reconocer la importancia de su trabajo. A través de este género pueden narrar sus anécdotas, describir su rutina, descubrir los pequeños detalles que los hacen únicos y, sobre todo, valorar su aporte en la construcción de la comunidad educativa.
Finalmente destacar que el colegio no está hecho sólo de aulas y estudiantes, sino también de las personas que, con esfuerzo y cariño sostienen la vida escolar.

“El valor de lo invisible: La labor de las aseadoras”
Ana Obando, con sus 59 años y el temple de quien ha visto pasar un cuarto de siglo, nos recibe con una sonrisa que, aunque sincera, deja entrever las huellas de la rutina y la dedicación. “Muy bien” responde cuando se le pregunta por el trato del personal docente y estudiantil, una frase que muestra gratitud y resignación ante esas pequeñas esperanzas del día a día.
Sus 25 años de servicio en la institución no son obra menor, son 25 años silenciosos, no silenciados, de lealtad y constancia. “Ya que se me dio la oportunidad, lo hago con motivación y esmero”, comenta sin un ápice de vanidad, marcando una trayectoria que se confunde con la de la misma institución.
La valoración de su trabajo por parte de la comunidad educativa es un “claro”, dicho con la firmeza de quien se sabe indispensable. Sin embargo, cuando se indaga sobre posibles cambios en las relaciones, un matiz aparece: “pues, hay unos que sí son educados y otros que pasan y no lo saludan a uno, uno ya se acostumbra”. La esperanza de un saludo más frecuente de una cortesía más extendida se vislumbra tras esa frase.
En cuanto a las condiciones laborales, la falta de capacitación específica en el uso de productos de limpieza, en una sugerencia que brota con naturalidad, un área de mejora que Ana percibe como necesaria para optimizar la organización del trabajo. La cocina, un epicentro de actividad y por ende, de suciedad, se señala como el área más difícil de mantener impecable, un desafío diario que afronta con la misma entereza que el resto de sus labores.
Un día típico para Ana y sus compañeras transcurre entre la limpieza con la única pausa de los festivos y domingos. “El sueldo, gracias a Dios”, es lo que más le gusta de trabajar allí, una afirmación sencilla, pero poderosa que habla de la importancia de la estabilidad económica en su vida.


EL MES QUE SE VOLVIÓ UNA VIDA

En Popayán, una ciudad marcada por la tradición y la historia, nació y creció “Carlos Augusto Escobar Mendez”, hoy ingeniero de sistemas y pilar en un colegio público de la ciudad. Su vida profesional parecía destinada a otros rumbos: trabajó en un bufete de abogados y se formó sólidamente en el campo técnico y de la ingeniería de sistemas. Sin embargo, el destino lo condujo a un lugar inesperado: una institución educativa reconocida por el reto que representaba su población estudiantil.
Al llegar, lo hizo con desconfianza. “Solo me quedaré un mes”, pensaba, convencido de que su paso sería breve. Pero todo cambió gracias a un estudiante: “Alejandro”, un joven brillante y motivado que despertó en él la certeza de que su talento podía transformar vidas. Esa chispa lo llevó a quedarse, y con el tiempo, a encontrar en la educación no solo una opción, sino una vocación.
Su rutina diaria es exigente. Entre cargas administrativas y labores técnicas, siempre busca espacio para lo que más le apasiona: trabajar directamente con los estudiantes. En los pasillos del colegio no solo le reconocen por su conocimiento, sino también por las historias que deja a su paso. Una de ellas es la de aquel estudiante que al inicio lo veía con temor, y que ahora, después se convirtió en su colega, símbolo del impacto humano que ha logrado.
Los retos no han sido pocos. El ambiente escolar, a veces duro y demandante, exige paciencia y compromiso. Sin embargo, Carlos se siente orgulloso de haber apostado por la educación pública, convencido de que allí ha sembrado sus mayores logros. Habla con orgullo de la huella que ha dejado en las nuevas generaciones, no solo en lo académico, sino también en lo humano.
A sus estudiantes les deja un consejo sencillo y profundo: “leer y cultivar la inteligencia emocional”. Está convencido de que estos dos hábitos abren puertas, fortalecen el carácter y preparan para la vida.
De cara al futuro, Carlos no se imagina jubilado ni lejos de la escuela. Más bien sueña con dejar un legado: proyectos tecnológicos, programas de formación y, sobre todo, la semilla de la mentoría en quienes un día tomarán su lugar.
La entrevista concluye con una sonrisa serena. Carlos se siente satisfecho con el camino recorrido. Lo que empezó como una decisión temporal se convirtió en un proyecto de vida. En cada estudiante que inspira, en cada anécdota compartida, se revela la historia de un hombre que encontró en la educación pública la misión de su vida.
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